“Fue una contadora de historias sin igual; fascinó al mundo”, dijo Axel Dumas, director ejecutivo de Hermès tras dar a conocer la lamentable noticia: el día 4 de abril, la artista tunecina Leïla Menchari —quien por 35 años se encargó de decorar los famosos escaparates de la boutique de la casa francesa en la rue du Faubourg Saint-Honoré, en París— falleció de COVID-19 en su hogar en Hammamet.
Menchari, a quien Dumas agradece haberle dado “un hogar feliz y permanente al exotismo” es una figura clave no solo para Hermès, sino para la industria del lujo en general. Dejó, a sus 92 años, el gran legado de elevar los decorados de escaparates a una actividad artística y no permitía que ninguno de sus componentes fuera vendido a ningún cliente, sin contar lo importante que este fuera o la cantidad de dinero que ofreciera, ya que muchos de esos elementos eran objetos únicos mandados a hacer por ella con el fin de “mantener vivos los deseos”. Tenía que ser así: excéntrica y visionaria, fue la primera mujer que fue aceptada en el Instituto de Bellas Artes en su natal Túnez y en su círculo social rondaban personajes como Man Ray, Jean Cocteau y la actriz mexicana María Félix, para quien diseñó prendas especiales bajo el manto de Hermès; todos fieles creyentes de la importancia de la unicidad.
Un prisma de colores
Además de su trabajo en las vidrieras de la sede principal de la marca, que llegaron a convertirse en un punto turístico parisino cada cambio de temporada, era la fuerza detrás del Comité de color, cuya influencia se evidencia en el buen gusto de las combinaciones cromáticas de la colección femenina de mascadas de seda, uno de los accesorios más emblemáticos de esta maison.
Sin trabajar de manera directa en el desarrollo de los relojes de Hermès, Leïla Menchari fue una fuente de inspiración para ellos, como lo fue —en realidad— de todas las creaciones de la firma (durante mucho tiempo también supervisó la fábrica de vidrio Saint-Louis, donde se fabrican los delicados ornamentos y accesorios de casa de Hermès hechos de dicho material). Podemos ver la influencia de Menchari en la necesidad de la marca de mostrar sus famosas mascadas hasta en sus relojes. Ha sucedido varias veces: en 2012, cuando ella aún desempeñaba su cargo (que mantuvo de 1978 hasta 2013), se lanzó uno de los primeros relojes de Hermès inspirados en los diseños de las mascadas, el Cape Cod Coup de Fouet, que lucía caballos dibujados por la ilustradora Florence Manlik. También, en 2016, Hermès lanzó una correa para Apple Watch con seda sobre cuero. El motivo gráfico era el Équateur Tatouage, un homenaje a la vida salvaje realizado en 1988 por el artista Robert Dallet. El fenómeno se ha repetido varias veces desde entonces y hay otros ejemplos memorables como el Slim d’Hermès Mille Fleurs du Mexique (2016) inspirado en una mascada hecha por la diseñadora gráfica Laetitia Bianchi, los caballos del Arceau Cheval d’Orient o los coloridos motivos de las ediciones limitadas Arceau Tobe du Soir, Arceau Caveles y Slim D’Hermès Les Zèbres de Tanzanie en los que Hermès dio cuenta de su maestría relojera y marroquinera en 2018. Los relojes, como los escaparates, se convirtieron en un hogar feliz para lo mágico, lo surreal y lo exótico.
Una dosis de misterio
En 2017, su creatividad mereció una exposición en el Grand Palais de París: Hermès à tire-d’aile-Les mondes de Leïla Menchari, donde se mostraron sus instalaciones; espacios donde convivían moda, arte, artesanía y hasta mitología; historias de sueños y de viajes por todos los rincones del mundo que hechizaron a miles de personas que durante más de tres décadas pudieron disfrutar de sus pequeños “libros vivos” como ella los describió alguna vez (“cada ventana que me dan es una página”, decía).
Víctima del nuevo coronavirus, dejó el mundo en su hogar en Túnez, cuyos jardines, colores y rincones tan opuestos a los de su vida del otro lado del Mediterráneo, fueron elementos clave de su trabajo. Pero, hay que apuntar algo en esta despedida, y es que la ejercida por “la Reina Maga” de Hermès (como la llamaron más de una vez), nunca fue una fascinación tan fácil de digerir como se esperaría de las aparentemente simples vitrinas de una tienda. Fanática del movimiento surrealista, Menchari siempre conseguía ofrecer una ligera perturbación a los espectadores, esa incomodidad inexplicable común en las cosas que, más que bellas, consideramos geniales. Un halo de misterio, cualidad que, en sus palabras, es nada menos que “el trampolín de los sueños”. —Mónica Isabel Pérez