Una expedición por una de las tierra más gélidas del mundo, donde el Arraw Marine de RJ se desplegó en su elemento: el agua. Sin embargo la marea aún no alcanzaba el punto exacto. Debía subir, pero no tanto como para que el Royal Princess no pudiera atravesar el puente con el que nos despediríamos de Vancouver para dirigirnos, en cosa de siete días, a Anchorage, la ciudad más grande de Alaska.
Aunque el abordaje había comenzado a las 13 h, las manecillas del Arraw Marine marcaban ya las 3:01 cuando por fin dejamos el puerto. Nick Nash, el capitán del crucero, aseguró que, pese al incidente, el itinerario se mantendría apegado al plan original. Así fue y, habiendo pasado dos días en altamar, llegué al puerto de Ketchikan.
Nunca habíamos pescado. Pero en esos pequeños estanques que algunos restaurantes tienen para entretenimiento de los comensales. Y también en el Caribe, donde el clima cálido y el oleaje calmo ayudan a que uno no se sienta como Leonardo DiCaprio tratando de sobrevivir en The Revenant. Pero en esta ocasión éramos seis personas en una embarcación mínima que se balanceaba a la menor provocación, una sensación imposible de percibir en el enorme crucero del que acabábamos de bajar y que, por dentro, parecía más bien una megalópolis.
Pero ahí estábamos, un pequeño grupo que incluía a Ernesto, el capitán y maestro de pesca puertorriqueño migrado a Alaska hacía poco más de un lustro. No confió en mí a primera vista. Quizá le tomé demasiadas fotos al reloj que me acompañaba y eso desató en él una sensación de desconfianza.
La sorpresa llegó cuando mi caña fue la primera en picar. Y no solo eso, en un breve tiempo lo hizo un par de veces más. Tres rockfish anaranjados; el primero demasiado joven y por lo tanto devuelto al mar, pero los siguientes suficientemente maduros como para alimentarnos a un par de personas (una cuarta pesca, que no fue mía, pero que admito mejor en cuanto al peso del ejemplar, completó la providencia).
Con lo justo para comer, sin tomar del mar más de lo que necesitábamos, nos dirigimos a tierra, a una pequeña playa en la que nos esperaba un campamento donde los rockfish fueron fileteados y cocinados en uno de los guisos más simples y deliciosos que hemos probado: un ligero caldo de tomate con papas, acompañado de ajo y un pimiento le que dotaba de un sabor picante. La carne de los pescados era blanca y blandísima. Eso y un café calentado sobre la fogata, nos descongeló.
El Arraw Marine se comportó de manera impecable. Fue nuestro compañero cuando, al sentir que la carnada había sido picada, tuvimos que girar el carrete con precisión y velocidad; propiedades que también le caracterizan. Este guardatiempos nos pareció el ideal para el viaje: en muñeca luce potente, una caja de titanio de 45 mm que abarcaba prácticamente toda la muñeca, pero de manera natural, no exagerada. Es, por su material, una pieza ligera y su correa de caucho ofrece la seguridad que se necesita en esos ambientes acuáticos.
Cambio de paisaje
Luego de Ketchikan hice escalas en Juneau, la capital de Alaska, y en Skagway, un pueblo con apenas más de 900 habitantes, que solo luce lleno cuando los cruceros se detienen y miles de turistas comienzan a poblarlo para visitar sus restaurantes, bares y joyerías porque, claro, fue la fiebre del oro (y los diamantes) la que motivó a los más ambiciosos a habitar esas tierras inhóspitas durante el siglo XIX. Muy cerca de ahí se encuentra Yukón, ya en tierras canadienses. Pude cruzar en tren, pero seguí la ruta del Royal Princess hacia Anchorage y volé a Whitehorse, la capital yukonesa.
No sabía qué esperar del extremo noroeste de Canadá, un territorio cuyo nombre en la lengua nativa gwich’in significa “río grande”. Y en verdad lo es; el río Yukón fluye desde Columbia Británica hasta Alaska para desembocar en el mítico mar de Bering, aquel que en la última glaciación registrada en la historia permitió a los humanos cruzar a pie desde el norte de Asia hasta América.
El agua, puede verse, siguió siendo el hilo conductor de nuestro viaje con el Arraw Marine, al que llevé de ahí al aire: en un hidroavión DHC-2 Beaver despegamos desde el lago Schwakata y sobrevolamos los glaciares de la zona; escenarios surrealistas donde había icebergs y, minutos después, playas turquesa rodeadas por bosques como de cuentos de hadas. No escatimamos en contacto con la naturaleza. Recolectamos arándanos salvajes, caminamos y tomamos una pausa para comer a la orilla del lago Annie.
Quizá el momento en el que el Arraw Marine estuvo más lejos de su elemento fue durante una ruta de senderismo donde venciendo a las rocas y al aire, llegamos a la cima de una montaña acompañadas por Fabien, un guía originario de los alpes franceses y sus dos perros huskies Inuk y Miwok; pero aún así, después de nuestra aventura por tierra, como un magneto el Arraw Marine nos llevó a refrescarnos al lago Fish, donde sumergimos las manos en agua helada como para despertar de todo esto que pareció un largo y magnífico sueño.