Los focos, alimentados por vapor de mercurio, iluminaron la oscuridad. Era la una de la tarde del 23 de enero de 1960 y los pilotos del batiscafo quedaron asombrados: contra todas las previsiones, en el abismo de los océanos había vida, extrañas criaturas que nadie había visto antes.
Jacques Piccard y Don Walsh, metidos en el Trieste, habían tardado cinco horas en descender hasta el abismo Challenger, en la fosa de las Marianas. La depresión más profunda del planeta. Ningún ser humano había caído tan bajo: once kilómetros. Estuvieron en el fondo veinte minutos y tardaron tres horas y quince minutos en regresar a la superficie (la única persona que ha vuelto a descender hasta ahí, hace tres años, fue James Cameron, el director de Titanic).
Había algo irreal en el viaje del Trieste. Esas criaturas inimaginables, misteriosas, flotando frente al reloj Sea Dweller DeepSea diseñado y colocado en la parte exterior del batiscafo por la compañía Rolex (que en 1923 ya había fabricado el primer reloj de pulsera resistente al agua). Nunca un reloj había estado sometido a tanta presión. A once mil metros de profundidad, la presión es superior a una tonelada métrica por centímetro cuadrado.
Había algo irreal, fuera del tiempo, en el viaje del Trieste y su Rolex acoplado. Porque los relojes perfectos tienen la virtud de situarnos ahí: fuera de lo que su perfección calcula. Y todavía más si el reloj desciende al punto más profundo de la corteza terrestre, un mundo de seres unicelulares y calamares monstruosos.
Diseccionemos la sustancia que presionaba el Rolex a toneladas. Una molécula de agua está formada por un átomo de hidrógeno y dos de oxígeno, y estos dos elementos vienen de muy lejos. El oxígeno se creó en las estrellas y el hidrógeno es la materia más vieja del Cosmos.
Las moléculas de agua que hoy fluyen por el mundo se crearon hace muchos millones de años. Siguen siendo materialmente las mismas. Es ciencia, no poesía: una molécula de agua de nuestra saliva pudo haber sido antes la lágrima de un dinosaurio… El abismo también es un reloj: cada millonésima de segundo es un millón de años. (Por Plàcid García-Planas)