Venecia toda es un fantasma

Dior Grand Bal nos lleva de vuelta a una de las noches más fastuosas y decadentes del siglo XX: la llamada “fiesta del siglo”.

Eran decenas de góndolas cargadas de fantasía. Descendían, de cada una, personajes extraordinarios, no solo en la forma, porque estaban ataviados con antifaces, abanicos, pelucas y vestimentas en exceso extravagantes; sino también en el fondo, porque se trataba de la créme de la créme del momento: el fotógrafo Cecil Beaton, la princesa Polignac, la condesa Natalia Pavlova, los duques de Kent, el artista Jean Cocteau, Gala y Salvador Dalí, el cineasta Orson Welles… un desfile de 1,500 personajes definitorios de diversos universos creativos del siglo pasado. Todos haciendo entradas hiperteatrales al cruzar las puertas del Palazzo Labia para ser recibidos por el anfitrión, quizá el más estrambótico de los presentes: Carlos de Béistegui, un millonario de nacionalidad francesa, pero de un origen mexicano que, sin éxito —y por demás irónico porque del subsuelo de esas tierras provenían sus riquezas—, siempre quiso ocultar.

Ostentación posguerra
Era 3 de septiembre de 1951 y las ganas de celebrar parecían embriagar a toda Europa tras los embates de la Segunda Guerra Mundial. Para asegurar la majestuosidad de la mejor fiesta, la única en Venecia que ha sido capaz de opacar a su mismísimo carnaval, las invitaciones fueron enviadas con seis meses de anticipación. Solo así habría tiempo de cumplir con las exigencias del código de vestimenta. A Le Bal Oriental —inspirado en la pintura El banquete de Cleopatra (1744), de Giovanni Battista Tiépolo, que se encontraba en las paredes del palacio adquirido por de Béistegui solo por el capricho de organizar ahí un festín — se tenía que asistir con los disfraces más flamboyantes que el invitado pudiera imaginar, y por lo tanto se requirió de diseñadores de moda que pudieran hacer realidad las más locas de sus fantasías. Los talentos emergentes Nina Ricci y Pierre Cardin, se encargaron de confeccionar decenas de esos atuendos, y algunos tuvieron la suerte —como los Dalí— de vestir diseños del ya entonces consagrado Christian Dior.

Carlos de Béistegui disfrazado como “el Procurador de Venecia— en la fiesta del siglo. Charles, como prefería que le llamaran, fue hijo de aristócratas mexicanos de la época del Porfiriato que hicieron una gran fortuna con las minas del país. Era un apasionado del arte y del interiorismo, en el que desarrolló un estilo propio conocido en Francia como le goût Beistegui, caracterizado por combinar elementos estrambóticos de distintas épocas, algo que no se acostumbraba hacer en la primera mitad del siglo XX.

Moniseur Dior no escatimó en excentricidad para sí mismo y, en lugar de hacerse cargo de su atuendo, utilizó un diseño de Salvador Dalí. Vestido como “el fantasma de Venecia” —ciudad a la que, por cierto, el escritor mexicano Carlos Fuentes se refería como una comunidad que es “toda ella un fantasma” en la que no importa si somos sólidos o espectrales—, Dior se dejó llevar por la ocurrencia de un surrealista demostrando fidelidad a sus propias palabras, ya que sobre la confección de los vestidos de baile, el modisto aseguraba que debían ser “aquellos que convierten a quien los viste en una criatura de ensueño”, una afirmación de la que nace una de las más bellas colecciones de relojes de la casa Dior: Grand Bal.

Venecia en una esfera
Fantasiosos como un suntuoso vestido de fiesta, estos guardatiempos son literalmente vestidos con hilos de oro, con redes, con plumas y piedras y, además, con el calibre Dior Inversé. Buscan “evocar las oscilaciones de un vestido” desde que nacieron en 2011. Y por fin, desde ese entonces, se inspiran por completo en aquella noche delirante organizada por Carlos de Béistegui que, al día de hoy, es recordada como “la fiesta del siglo” —que la casa Dior intentó replicar en mayo de 2019, con gran elegancia, pero sin la misma trascendencia que la de aquella noche del 51—. En recuerdo al fundador de la maison, a su pasión por los grandes bailes y a su papel clave entre los invitados a aquella farra veneciana, las carátulas de los Dior Grand Bal Masqué aparecen ataviadas con las famosas máscaras carnavalescas decoradas con plumas, diamantes, rubíes, esmeraldas, amatistas, granates y zafiros multicolores, entre otras piedras y ornamentos. Las esferas son de oro blanco o amarillo y sus doce versiones se llevan con una elegante pulsera de satín. Son, a nivel técnico y visual, una maravillosa excentricidad, relojes acordes al ecléctico goût Beistegui. —Mónica Isabel Pérez

Ficha técnica
36 mm. Oro blanco con pavé de diamantes.
Movimiento mecánico de carga automática. Cal. Dior Inversé 11 1/2.
Reserva de marcha de 42 horas. Hermeticidad de 50 m.
12 piezas únicas.
Esferas de oro amarillo o de oro blanco pulida, agujas de horas y minutos pulidas en oro amarillo, oro rosa o blanco.
Pulseras en satén azul o gris.

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